sábado, 9 de mayo de 2020

SERGI, EL ALMA DE AQUELLA RECOPA





París, 10 de Mayo de 1995. Sergi López no pierde la sonrisa aún de sobras sabedor a esas alturas de la tarde que un puesto en aquél once por delante de Andoni y a espaldas de Aragón pertenece a la utopía de sus sueños. Esos días por su cabeza Ian Wright no se ha marchado ni una sola vez y ha visto volver a Tony Adams varias veces de vacío a sus dominios después de su duelo en las alturas con aquél gigante inglés tras un nuevo córner en contra. Pero la realidad era otra y asomarse por aquél equipo titular acompañado de las molestias de una interminable lesión era una misión titánica aún para un hombre de la clase del central de Granollers. En aquella mitad de los noventa Zaragoza ya recitaba cual sagrado rito litúrgico los nombres de sus héroes contemporáneos. La mayoría forjados desde el vértigo de vivir asomado al precipicio de la Segunda, sufrir la blanca y alargada figura de Urío o besar la gloria desde el punto de cal una noche por Madrid. Al grito de Cedrún en la portería y con la pausa y el aliento justo para separar entre líneas, le seguían inequívocamente y a toda velocidad una cascada de nombres que morían en el once de Higuera. Era un fútbol de botas negras y tatuajes de tacos marcados en la piel como mordiscos, tan cercano y a la vez lejano en el tiempo donde el aficionado reconocía al dos como centinela del flanco derecho, al ocho como experto llegador y al nueve como un finalizador implacable. Al cuatro le seguía el cinco y no el diecinueve, al siete el ocho y así sucesivamente. Cosas de la “locura” de aquél lógico orden de los números que por entonces regía en el fútbol. Aquellas líneas defensivas de entonces parecían vivir allí, delante de su portero, atravesadas por el mismo hierro que las fijaba eternamente a los costados de los pequeños estadios de madera en aquellos partidos de bar, bola de acero y 25 pesetas. Inamovibles. Sergi tenía a dos mariscales por compañeros en el Real Zaragoza que le cerraban el paso y que aquella noche tenían como objetivo común gobernar el cielo de París. Uno llegó para hacer la mili y cambió el cetme por el honor de vestir 473 oportunidades de azul y blanco. Su compañero en la zaga aterrizó desde la Argentina y encajó como un guante en un equipo al que el espejo del éxito le devolvía un exuberante reflejo de campeón. Xavi Aguado y Fernando Cáceres. Casi nada

Las 20:15 se acercan inexorablemente. Sergi afloja el nudo de aquella corbata a rayas que la proximidad del momento parecía apretar más de lo normal. Sí, combina de lujo con el traje azul oscuro que Alejandro ha preparado para aquella importante cita, pero las mejores galas para esa noche todavía descansan en un baúl cuidadosamente dobladas por el esforzado Gregorio, con un león rampante cosido a la altura del corazón. Elástica blanca y calzón azul. El Parque de los Príncipes busca su rey. El Arsenal, viaja con su conquista de un año atrás con la intención de airearla por tierras francesas y regresar a las islas para volver a entregarla en Highbury. El Real Zaragoza pretende abandonar la nostalgia y dejar en un suspiro el recuerdo de las tres décadas del triunfo Magnífico en la Copa de las ciudades en Feria, última conquista maña por tierras de la vieja Europa. Desde las entrañas de aquél Estadio Víctor Fernández se dispone a poner nombre y apellidos a los elegidos para la gloria. Y el bueno de Sergi, conocedor de que su ubicación no estará sobre el verde o ni tan siquiera en el banquillo esperando una oportunidad, aguarda impaciente. Víctor concluye y Sergi confirma sus predicciones. Pero como su particular pasión por el fútbol y su inabarcable optimismo no acaban vestidos de corto, tiene un plan. En momentos como aquél en los que el futbolista se abandona a sus egos cuando sabe que no será protagonista él se pondrá a remar con todos aquellos que habían ido hasta allí para conseguir el objetivo común. Entiende que los futbolistas son los actores principales de ese espectáculo pero que el corazón de este deporte pertenece a los aficionados y sabe que allí fuera 17000 aragoneses están empezando a ocupar los asientos del fondo Boulogne para dejarse la vida durante las dos próximas horas. Y lo tiene decidido. Si no puede ayudar desde abajo lo hará entre ellos. Que nadie le espere en ninguna zona reservada para jugadores no convocados. No necesita de atenciones ni agasajos. Él esa noche la quiere vivir entre el aragonés de los 1000 kilómetros a las espaldas, con el de la garganta rota y la cara pintada de azul y blanco, con el de Andorra, Daroca o la locura de los Ligallo. Arenga a sus compañeros y abandona aquél vestuario. Sortea varias líneas de seguridad y megáfono en mano se instala en el fondo que aquella Armada Invencible ha preparado para hundir las naves del pérfido inglés sobre aguas francesas. Todo lo que aconteció a partir de ese momento se transmite ahora de padres a hijos como algo simplemente irrepetible dentro de la sagrada historia del Real Zaragoza. Una batalla cuerpo a cuerpo a 120 minutos. Nayim y la parábola de todos los tiempos sacada del libro de los golpeos imposibles al que solo los elegidos tienen acceso. No quedaba tiempo para nada más. Los penaltis esperaban. El inglés del bigote desplomándose impotente dentro de aquella portería. Las inconsolables lágrimas de Gustavo. La soledad de Cáceres frente a aquellos 17000 ofreciendo la Recopa colgado desde lo alto de aquel larguero. Y la estampa de ese futbolista en la grada, megáfono en mano, con alma de barra brava, apasionado de la vida y enamorado del fútbol en toda su extensión animando a sus propios compañeros

Hoy aquella gesta que nos hizo grandes de Europa cumple veinticinco años. Desde las cavernas de la división de plata el club ha visto como el fútbol ha cambiado de velocidad y le ha pillado con el paso cambiado, reconstruyendo la casa en ruinas que una infame gestión dejó como herencia. Rehaciendo los cimientos cada verano para ver si ese año toca. Si algo ha quedado claro en todo este tiempo es que la masa social del Real Zaragoza es su principal y más importante activo. Y que la unión del vestuario con la grada es una de las llaves del éxito. Aquella noche en París, Sergi lo tenía claro. Cuando afición y equipo van de la mano son imparables. Y él sólo entendía el fútbol desde esa identificación. Justo el año que la Recopa de París cumple un cuarto de siglo y aunque la situación dista mucho de ser la misma, el Real Zaragoza camina lanzado hacia la Primera División y la comunión entre equipo y grada guarda estrechas similitudes con la que Sergi demostró aquella noche en París. El pesimismo se ha echado a un lado y tanto la gente de la casa como los que como Sergi han venido de fuera, están plenamente identificados con la ciudad y su afición. El destino ha querido que varios integrantes de aquél equipo de leyenda formen parte del actual club. Belsué sigue gobernando su banda derecha ahora varios metros hacia afuera y con un brazalete de Delegado atado a su brazo. Loreto, entonces a la sombra de Esnaider es ahora el fiel escudero de Víctor Fernández, el mismo capitán de barco que nos hizo campeones. Ese que hace muy poco, cuando todo se teñía de negro, dejó su reputación en un cajón y se tiró de cabeza a una piscina con cuatro dedos de agua en la que se ahogaba el equipo de su vida. Hastiado por las lesiones, Sergi abandonó el fútbol un año después de aquél éxito en París. Vivió varios años en Argentina y dicen que se dejaba ver a menudo detrás de alguna portería bancando a algún equipo local de la zona. Nos dejó muy joven, con apenas 39 años, cuando el tren de la vida se lo llevó por delante en Noviembre de 2006 en su Granollers natal. Ahora estaría orgulloso de ver cómo funcionan las cosas. Si siguiera entre nosotros seguro que se pasaría de vez en cuando por la vieja Romareda y sería el alma de la joven grada de animación. Sin camiseta, enarbolando una enorme bandera zaragocista o arengando a las masas con su viejo megáfono hasta el ascenso final. En ese fondo donde muchos ni habían nacido cuando todo un campeón de la Recopa entendió que su sitio en aquella final del 95 estaba entre la gente que se cae y se levanta con su equipo. La que sin su presencia nada de eso podría suceder y lo vive con apasionada desmesura. Sin esa pasión, Sergi jamás encontró otra forma de dar sentido al fútbol y a su propia vida