lunes, 11 de junio de 2018

VACÍO

Foto: Angel de Castro
Yo pensaba que el fútbol ya me lo había hecho sentir todo. Que las cicatrices ya eran las que eran y solo servían para recordarles a los más pequeños la huella que esta locura un día a ellos también les dejara. Que alegría, decepción, euforia o tristeza ya habían sellado mi piel, como esos balonazos del Mikasa en las frías mañanas de partido en los ochenta. Pero me equivocaba. No recuerdo haber pasado tanto miedo como el pasado sábado en La Romareda. Ese miedo que esconde bofetada o gloria y juega contigo con sonrisa macabra. No recuerdo haber gritado un gol como el del empate del otro día. Una locura de abrazo con un señor de barba y boina negra al que era la primera vez que veía. No recuerdo haber cerrado un paraguas con tanta violencia y preferir que un manto de lluvia nos envolviera. Las páginas de la épica la escriben héroes de camiseta empapada y agua escurriendo por su cara. Tantas ocasiones perdidas... Y al final lo que jamás recuerdo haber sentido en un estadio de fútbol. Vacío. Cuando ya no queda nada. Vacío y mucho dolor. Mirada perdida al suelo. Esperando por vez primera allí un hombro amigo. Se que no aparecerá, que eso me lo debo comer sólo. Pero es cuando giro mi cabeza a la izquierda y veo al pequeño Adrián roto. Sentado en su silla, mojado por la lluvia y por un mar de lágrimas que le caen a chorros. Y entiendo que ese no es momento para mí, que en mi peor día en ese campo, él me necesita. Me trago lo mío, lo abrazo y lo beso. Pienso en clásicos como “el fútbol es así” o “unas veces se gana y otras se pierde” pero prefiero la compañía del silencio. Sí que alcanzo a susurrarle al oído a modo de pregunta que en Septiembre volvemos a intentarlo. Su cabeza me responde que por supuesto. Estoy seguro que pasará el tiempo y esa imagen permanecerá conmigo para siempre


Miedo, locura, dolor. Sube y baja de experiencias resumidas en esa sensación de vacío inmenso que te deja un objetivo al que ves de nuevo alejarse. Pensaba que el fútbol ya me lo había hecho sentir todo. El pasado sábado en la Romareda me guardaba un vacío que no conocía. Lo que para mí es una sensación nueva para Adrián supuso su primera gran cicatriz. De esas que un día mostrará orgulloso. Quizá demasiado pronto pero espero que la primera de muchas. Señal de que ese deporte que ama como lo hace su tío le ha hecho sentir experiencias únicas y maravillosas que son la propia vida. Como tener ganas de romper a llorar y no poder porque tienes que curar la primera cicatriz de tu sobrino roto por su Real Zaragoza  

sábado, 9 de junio de 2018

RUBEN: ORGULLO, NOBLEZA Y VALOR



Dos años ya, sí. Dos años ya de aquella que ya descansa en los libros como la derrota más sonrojante en la brillante historia del Real Zaragoza. Sentado en mi coche, y a pesar de haber sido consciente de cada golpe recibido, necesité escucharlo varias veces para asimilar que el ya descendido Llagostera le había hecho media docena al Real Zaragoza para cercenar de un plumazo toda posibilidad de jugar un Playoff de ascenso que ya tocaba con sus manos dos horas antes. Mi “hermano” Rubén había viajado hasta Palamós para dar el último empujón a esa más que probable clasificación. Después del desastre y tal y como se había quedado la noche, la primera persona de la que me acordé fue de él y en cómo tenía que sentirse en aquellos momentos. Le envié un mensaje de ánimo que al día siguiente me devolvió escrito con los caracteres de un espíritu irreductible como el suyo:
-Gracias por tu apoyo hermano, ya llueve menos, ya queda un día menos para volver a Primera!!-
Y todo eso con el cadáver encima de la mesa, todavía fresco y con 6 puñaladas en el corazón…

Rubén pertenece a la vieja estirpe del zaragocismo de sangre y cuna. Al selecto grupo de guardianes de las llaves de la guarida del león. Trovador de éxitos en tiempo de gloria y Templario en la reciente cruzada por la Reconquista de una identidad perdida. Apasionado en ocasiones hasta lo irracional, transparente y noble, su carácter tranquilo esconde un “bicho” incontrolable que nos presenta en momentos de emoción máxima. Cuando el pulso desacelera y todo es más normal lo mira deseando no haberlo conocido jamás. Desatado en la victoria, desolado en la derrota, el mejor de sus días siempre dibujará once nubes blancas sobre un cielo azul. Capaz de arrastrar para la causa a la mujer que más quiere después de su madre, tras conocer que el único penalti del que ella había oído hablar se lo servían frío y con la espuma justa. Cambiaría una victoria en el último minuto por 50 nuevos zaragocistas de cuna y biberón preparados para recibir el legado eterno del equipo de una ciudad que nunca se rinde. No puede haber una imagen más llena de magia en su retina que su pequeño Pablo envuelto en la bandera azul y blanca del león. Melómano como pocos, amante del cuarteto de Liverpool y del fútbol con bigote y medias bajas en su once de siempre Arconada saca en largo, LeTissier la acaricia y Ruben Sosa la mete para adentro. Los otros ocho poco importa ya quiénes sean. Sólo esa manera casi sagrada que ambos compartimos de entender este deporte nos ha trasladado a interminables y maravillosas conversaciones en torno a lo humano y lo divino del mundo del fútbol. El ser coetáneos hizo que los árboles de nuestras vidas crecieran prácticamente en paralelo y aunque mi tronco se desviara del camino y tiñera algunas de sus ramas con la savia de otros colores mis raíces crecieron fuertes junto a las suyas, bajo el sagrado césped de La Romareda. Bajo un penalti de Señor, un vuelo de Cedrún o una galopada de Belsué. Se enorgullece cuando se lo recuerdo, conoce mis valores y siempre me aceptó a pesar de mis innumerables taras.

Estos días por Zaragoza se respira un evidente sentimiento de euforia. Difícil de medir pero visible en los ojos de los niños y las sonrisas de los adultos. La ciudad empuja a un club dormido que ve cómo el fútbol circula a una velocidad que la pesada losa de una antigua y pésima gestión le impide igualar. Después de mucho tiempo parece que todos vamos a una y que ha llegado el momento. En días como estos y como me pasó hace dos años pero a la inversa vuelvo a pensar en mi “hermano” Rubén e intento imaginar, sin acercarme apenas, cómo se puede sentir. Prudente y confiado. Nervioso y emocionado. Una bomba de relojería que para bien o para mal estallará en unos días y arrasará a su paso con todo lo que encuentre. Es lo que tiene amar el fútbol y a su Real Zaragoza sin condiciones. Nadie conoce el desenlace, pero si finalmente las nubes negras vuelven a teñir el cielo de nuestra ciudad el golpe puede ser importante y hay que estar preparados. Si la decepción vuelve a llamar a nuestra puerta habrá que levantarse, abrirla, coger el escudo y la espada y volver a intentarlo. De lo que no tengo ninguna duda es que si eso llega a suceder la temporada que viene, un frío lunes de Enero contra el Rayo Majadahonda entre 8000 valientes podré encontrar a mi “hermano” en su asiento de la vieja Romareda. Sin reblar, sacando al “bicho” las veces que haga falta, pintando cielos de azul y blanco y descontando los días que le quedan para volver a ser de primera.

martes, 1 de mayo de 2018

BANDERA Y ORGULLO


Para esta 17/18 el pequeño Adrián y yo hemos cambiado nuestra ubicación dentro del Municipal. Atrás quedarán varios años parapetados en la fila más alta de la Tribuna Cubierta a los pies de unas cabinas radiofónicas que con su sobria estructura ejercían de imponentes guardaespaldas. Nos llevaremos para siempre en el recuerdo la voz del inconfundible Jesús Zamora. Entrando en directo para la COPE y desde la soledad de esas cuatro paredes darnos el minuto y resultado o dejarse la vida narrando un gol in extremis de su Real Zaragoza. La silueta de Lalo Arantegui confundido entre gorros, bufandas, bocadillos y montañas de cáscaras de pipas. Ejerciendo entonces de capitán general de nuestros vecinos azulgranas de más arriba, apuntando en su libreta decenas de nombres y trazando  líneas imposibles de descifrar. Allí quedaban asentadas las bases para la emboscada perfecta en su próximo duelo frente a los maños. El actual abono nos ha llevado a mi sobrino y al que os escribe al Fondo Sur. Y aunque nuestros nuevos asientos están situados detrás de la portería, hemos localizado un poco más arriba un par de sillas libres en uno de esos coquetos palcos que hacen ver el partido como si desde la terraza de tu casa se tratase. Éste en concreto perpendicular a la línea de cal sobre la que se ejercitan los suplentes de ambos equipos. El cargante humo del puro de un señor a nuestra derecha, dos niños que descuelgan varias banderas y bufandas por el balcón contiguo a la izquierda y otro aficionado que absurdamente susurra gol en cada acción mínimamente peligrosa a nuestra espalda son los vecinos que nos acompañan cada quince días. Pero una cosa llamó nuestra atención desde los primeros partidos en esa nueva ubicación. A falta de unos cinco minutos para dar comienzo cada encuentro en La Romareda, un niño de no más de 13 o 14 años entra sólo por una de las bocas de acceso de Tribuna Preferencia. Es la zona limítrofe al córner de Gol Sur donde los más pequeños se arremolinan para ver calentar a sus ídolos y quién sabe si llevarse cómo valioso trofeo un peto sudado o la sonrisa cómplice de un suplente cabreado por dentro por un nuevo encuentro sin volver a jugar. El niño porta una gran bandera del Real Zaragoza encajada a la perfección en un tubo de PVC flexible que ejerce de mástil. Desciende varios escalones y con su bandera se sitúa como un galeón perdido entre el imaginario océano de plástico azul de las decenas de asientos vacíos que le rodean. Saltan al césped los protagonistas. El público aplaude y él en un acto casi litúrgico se levanta, pone un pie sobre uno de los asientos y se gira con decisión hacia el sector reservado para la hinchada visitante que queda en la grada superior y que ya recibe con entusiasmo a los suyos. Y es entonces cuando agarra con firmeza su bandera y la ondea fuerte al viento sin apartar la mirada un solo momento de aquellos que esa tarde han osado venir de lejos para discutirle los tres puntos a su Real Zaragoza. Pueden ser media docena desde Lorca, la ruidosa mareona gijonesa o el complicado y bravucón osasunista. El crecido vecino aragonés o la cara B  de algún clásico rival de nuestra añorada Primera División. En cada impetuoso y enérgico vaivén de aquél pedazo de tela el recuerdo para todos ellos de que a pesar de los tiempos de sombras y hastío vividos por el club en los suburbios de la división de plata, hoy visitan la casa de un pedazo de la historia del fútbol español. Y siente la necesidad de enseñarlo, de demostrarlo. En cada orgulloso volteo de aquella bandera el sentimiento de pertenencia a una entidad que busca de nuevo el respeto que un día se gano por España y por media Europa. Con una gestión entonces modélica y ejemplar alejada ahora por los buitres que en la última década han acechado a un león herido y desfigurado que lanzaba zarpazos desesperados desde un rincón. Colándose en suelo patrio por aquellos años en las fiestas de los más grandes, bailando con la más guapa y levantándoles la Copa de la que confiados ya bebían a morros. Tirando por Europa de grandeza en la victoria. Haciendo a la Roma de Boniek y Ancelotti pequeña y vulnerable bajo la alargada silueta del gigante Cedrún en unos penaltis para toda la vida. Escribiendo con la letra de la épica en la derrota. La piscina de La Romareda el día del diluvio universal. Aquél gol de Ruben Sosa para soñar mojados. El espectacular Ajax de Cruyff y Van Basten para despertar en seco. Y París…siempre París. Fundiendo nuestra garganta con la de Sergi y su megáfono y todavía colgados con el Negro de aquél travesaño con un sueño llamado Recopa agarrado en su mano. Historias, momentos, y sensaciones transmitidas de abuelos a padres y de padres a hijos. Emociones que ese niño no ha vivido y que como yo hago con Adrián a buen seguro le habrán contado los más mayores con el corazón envuelto en un puño y el brillo en los ojos. Cada quince días, el icónico gesto de aquél irreductible muchacho con la cabeza alta y el orgullo por bandera ejerce de eslabón entre una generación, la suya, que sólo ha conocido a su equipo entre dudas, proyectos de salvación y frustración y un tiempo pasado excitante y lleno de grandes historias para el recuerdo que muchos tuvimos la fortuna de poder vivir.

Sólo deseo que el año que viene sea en Primera. Aunque el humo de aquél puro se nos vuelva a meter hasta las entrañas deseo volver a conquistar aquellas dos sillas de ese palco y desde allí observar cómo nuevos inquilinos desembarcan en esa zona de Tribuna Preferencia y convierten la soledad del actual océano de plástico azul en el que navega ese chico en un mar de banderas del Real Zaragoza. Desde la lejanía de ese Fondo Sur sueño con que me llegue un hilo de la voz de Jesús Zamora rasgando su garganta en un gol que valga una clasificación para Europa y ver a Lalo celebrándolo con su gente en el césped. Será entonces cuando el niño cogerá su bandera, la ondeará como nunca mirando orgulloso a todo el Estadio y enterrará para siempre la oscuridad de un tiempo para olvidar. Y así de una vez por todas podré decirle a Adrián lo que tanto tiempo llevo deseando: -Ahora es cuando vais a conocer al otro Real Zaragoza. Preparaos para disfrutar-.

miércoles, 28 de febrero de 2018

HASTA SIEMPRE QUINI

Enrique Castro "Quini"
Ayer muchos sentimos cómo nos arrancaban parte de la niñez que celosos todavía guardábamos como un tesoro en nuestro poder. Eso si es que todavía algo quedaba de esa niñez aferrada a nuestro lado apartando la mirada de eso llamado tiempo. Ayer Quini se fue para siempre. Se marchó Quini y se me apagó para siempre aquella tele minúscula en blanco y negro que tenía en mi habitación. Aquél aparato que debía sintonizar ruleta en mano si quería dejar sólo en decenas los cientos de moscas que interferían en la imagen que de allí salía y me impedían ver con cierta nitidez los goles de la jornada en Estudio Estadio la noche de los domingos. Lo hacía de manera clandestina. Sí, al día siguiente había cole. Y yo no entendía como rayos de aquél aparato tan pequeño podía salir semejante chorro de luz ni qué demonios debía hacer para que no me delatara a aquellas horas de la noche. Sólo quería ver un salto de Santillana, un vuelo de Arconada. Me bastaba una volea de Quini para poder apagar aquella tele y marchar a dormir con una sonrisa antes de que mis padres me pillaran. Sin duda aquellos tipos eran mis héroes. Capaces de hacer cada domingo lo que muchos soñábamos con hacer toda la vida.

Ayer marchó Quini y se llevó el campo embarrado, el pantalón ceñido y el puño en alto en la celebración. Nos aleja para siempre de Cundi, Joaquín, Mesa y su Sporting de Gijón, del delantero rudo, de raza, de las botas negras, del primer esbozo de aquello de lo que nos enamoramos y que ahora en ocasiones cuesta llamar deporte. Se ha ido y con él el partido del sábado por la noche en la 2, los domingos a las cinco y una radio, nueve nacionales y dos formidables extranjeros por escuadra. Fútbol de un tiempo cada vez más lejano gobernado por hombres de la estirpe de las buenas personas. Del esfuerzo, la brega y la constancia. De la buena cara y la sonrisa cuando vienen mal dadas. Y allí encontramos a Quini. Sentado sobre una montaña de goles repartiendo pines de su Sporting, sin parecer ser consciente quizá de la historia escrita tiempo atrás y de lo que supone para mucha gente.

Ayer se nos llevaron a Quini y algunos nos hicimos un poco más adultos. Enterramos para siempre aquella sensación de escuchar su nombre y estremecer pensando inequívocamente en la épica de un cabezazo en plancha, de un potente derechazo, de un nuevo gol. De saber que Enrique Castro vendría a tu casa y haría todo por derribar el muro de hormigón que habías levantado frente a tu portería hasta acabar metiéndola dentro. Como le dije a un amigo dibujante, ayer se fue el Ibañez de sus cómics. Una de esas personas que con su buen hacer fue capaz de echar a volar mi imaginación y hacerme disfrutar en esa época de la vida en la que cualquier cosa se exprime y todo te parece alucinante. Ayer murió Quini y se llevó lo poco que va quedando del recuerdo de la infancia y una forma genuina de aprender a querer al fútbol. De entre decenas de periódicos y revistas deportivas todavía conservo una antigua baraja de la Selección Española de 1982 que aún guardo con cariño y pone una sonrisa a este adiós. Aún recuerdo la mejor de todas las cartas, la que destrozaba a todas y era una suerte tenerla. La de Enrique Castro “Quini”. Hasta siempre Brujo