viernes, 9 de septiembre de 2016

BUNBURY: DISFRUTARLO SIN SER FAN

Enrique Bunbury, genio y figura
Si la melomanía adquiriera tintes deportivos y hubiera una clasificación en la noble práctica de la Bunburymanía (permítaseme la expresión) a buen seguro que el que escribe estaría luchando por salvar la categoría. Y podría afirmar con rotundidad que varias decenas de mis seres queridos y muchos conocidos andarían en una encarnizada batalla por los puestos Champions cuando no peleando por el título de Campeón en fidelidad y vastos conocimientos de la obra de este maño universal. El género musical no pasa por ser uno de mis fuertes. Me considero más de canciones que de artistas o géneros. Quienes han sufrido mi música saben de que hablo. Frank Sinatra puede esperar paciente su momento a que las palmas de los Gipsy Kings dejen de sonar. Freddie Mercury puede continuar su show entre el carro de Manolo y la Pantera de Mónica Naranjo. La anarquía hecha caos. Un totum revolutum melódico. En esos tiempos mozos en el que a todos el cielo se nos abre, las emociones nos llueven y empiezan a saturar los poros de nuestra piel, la chispa de ese maldito duende no me visitó. Quizá me pilló en una de mis primeras finales de Copa. O quizá me susurró al oído el descaro de una de sus letras y no supe leer entre líneas. El caso es que por aquella época mi pobre repertorio moría cual sirena varada entre dos tierras. Poco más. En cambio, los fines de semana, tras los muros de aquellos garitos de la zona con más rollo de mi ciudad, hoy presos entre rejas, carteles de alquiler y algún que otro “brodel” latino de gorras imposibles, los primeros punteos de la banda zaragozana, escupidos por aquellos enormes bafles desataban la locura. El éxtasis se apoderaba de aquellos héroes imberbes que hasta ese momento buscaban su sitio en aquél antro repartiendo tragos y miradas furtivas a las rubias del local. Oscurecían sus voces, convertían sus brazos en la mejor de las guitarras eléctricas y exhibían el pulmón que los primeros cigarros todavía no conseguían torpedear.

El pasado sábado asistí con mi compañera de vida al concierto de Enrique Bunbury en nuestra ciudad, Zaragoza. Es ya el tercero en total y el segundo en poco tiempo. Sabe que después de aquél momento juntos en Liverpool cumpliendo mi sueño de un partido en Anfield me tiene en conciertos de Don Enrique hasta nuestra próxima vida y volver. Juego con la extraña sensación que ofrece mi franca distancia emocional con el artista y la pasión desatada de todos aquellos fieles. Ataviados para la ocasión con el protocolario color negro de tan importante visita real. En sus rostros ganas de una noche histórica. De desempolvar viejos vinilos. De atacar nuevas estrofas. Siguiendo a su líder hasta el infinito y mil canciones más. Los focos se encienden. En el escenario una bestia interpretativa. Un actor de gestos desafiantes. De miradas al vacío entre el público en busca de nadie y de todo el mundo a la vez. Una personalidad arrolladora que sabe acariciar como nadie la mística del momento y que ofrece un producto único imposible de mantenerte cercano a la indiferencia.  


Las luces van apagando una noche mágica. Puede que después de este espectáculo haya escalado algún puesto en aquella imaginaria clasificación. No sé si hasta el punto de que Alaska y Raphael permitan una avalancha de nuevas canciones de Enrique en la sinrazón de mi repertorio. Es maravilloso observar cómo pasan los años y las ganas de esos fieles por reencontrarse con Bunbury siguen intactas. Acompañadas en algunos casos por el surco amable de alguna arruga y el brillo plateado de alguna incipiente cana. Y es que a veces tu felicidad consiste en saber extraer lo mejor de cada momento aunque como el pasado sábado sea el momento de los demás. Y en los tiempos que corren ver feliz a la gente vale mucho. Por eso disfruto del ímpetu de aquella legión de cuarentones que dos décadas después siguen jugando a ser héroes dueños de guitarras eléctricas inventadas. De varios litros de calimocho. De los saltos de felicidad de Vicky. Y de un vals agarrado a ella cuando Enrique, después de haberlo dado todo, nos susurra que ya se va acercando el final.