lunes, 26 de septiembre de 2011

EL BALÓN DEL 66

Helmut Haller perdió la final del 66, pero aquél balón descanso en su casa durante muchos años
Aquella tarde de 1996 el cincuentón Helmut había decidido abandonar antes de tiempo a su rubia y espumosa compañera de todos los días y había dejado sin gol aquél centro que tantas y tantas veces le hacían rematar sus compañeros de tertulias futboleras de aquél lujoso Restaurante que él regentaba. Hoy lo habían notado especialmente intranquilo y algo más distante que otras veces en las que su potente voz se elevaba sobre el resto y se erigía en el centro de atención de aquellas reuniones que giraban en torno al balón y los éxitos de la Mannschaft.
Hacía frío en Augsburg y Helmut caminaba pensativo hacia su casa donde ya le esperaba aquél periodista del Daily Mirror, ése pérfido inglés que le iba a tomar prestado para siempre su pequeño pedazo de historia. Se saludaron educadamente y charlaron de manera amistosa antes de que el rubio anfitrión condujera a su invitado hacia el sótano de su casa. El inglés tomó asiento y Helmut apartó varias botellas de aquél inmejorable vino que se degustaba en su Restaurante para descubrir entre ellas una caja negra que contenía el motivo de la visita del periodista británico. Inquieto la abrió, sacó su contenido del interior y lo lanzó al aire. Su color naranja había perdido la viveza de aquél verano del 66 y el paso del tiempo había acartonado ligeramente sus 24 gajos alargados, pero era inconfundible. Era el Slazenger, el balón de aquella final entre ingleses y alemanes.
 
Una vez el suizo Gottfried Dienst pitó el final de aquél encuentro, la locura entre los ingleses se desató. Corría el 30 de Julio de 1966 y por fin podían mirar cara a cara y orgullosos a su invento de mediados del siglo anterior. Habían derrotado por 4-2 a la rocosa Alemania de Seeler, Overath y Beckenbauer y eran los Campeones del Mundo. Los abrazos se sucedían, las lágrimas aparecían entre los héroes del escudo de los tres leones, pero el balón de aquél partido se aferraba a los brazos de un rubio alemán. Quizás para no borrar nunca la brizna de cal que pudiera quedar sobre su piel naranja y guardar para siempre la única prueba de que aquél 3-2 nunca debió subir al marcador. Quizás como él decía, porque existía una tradición por la que el ganador recibe el trofeo y el perdedor se lleva el balón. Ó como un gran recuerdo para su pequeño Jürgen, del Mundial en el que su padre destacó entre figuras como Charlton, Eusebio ó Beckenbauer. Fuera por el motivo que fuera, por tradición aquél balón no le pertenecía. Y de tradición y fútbol nunca se le debe discutir a un inglés. El propietario de aquél balón tras el pitido final no era otro que el goleador del West Ham Geoff Hurst, autor de 3 goles en aquella final. La grandeza del verdadero logro conseguido hizo que aquella tarde ese detalle permaneciera en un segundo plano y la tradición sucumbiera ante el despiste del exultante delantero. Pero la nostalgia del 10 inglés y la coincidencia del trigésimo aniversario de aquél hito con la celebración de la Eurocopa´96 en su país provocó que varios diarios deportivos británicos se pusieron manos a la obra para que el balón de aquella mítica final descansara para siempre en suelo inglés.
 
Habían pasado 30 años desde que el zurdazo de Geoff Hurst en los últimos segundos de aquél partido, besara por cuarta vez las mallas de la portería del alemán Tilkowski en aquella final de Wembley. Desde el momento en que el balón salía de aquellas redes y hasta ese frío día de 1996 en Augsburg, el balón tuvo un sólo dueño. El mismo que en aquella final y con el 8 a la espalda del combinado alemán, silenciaba la Catedral londinense con un derechazo en el minuto 12 ante el que nada pudo hacer el "Chino" Banks, para poner el 0-1 en el marcador. Ese rubio cincuentón que ahora remata recuerdos en las tertulias de su Restaurante de Augsburg. El gran Helmut Haller.
Haller entregaba con suma elegancia su conquista de aquél lejano Julio del 66. Entendía la importancia que el pueblo inglés otorga al fútbol y a sus símbolos. Quería que aquél balón descansara cerca de quién mayor gloria le dió con 3 golpeos para la historia. Jürgen, ya treintañero, despedía a su inseparable compañero de juegos en aquél sótano. El compañero de los 24 gajos al que pateaba ignorando que poco tiempo antes papá Helmut había enviado a la red en los comienzos de la final de un Mundial para enmudecer a todo un estadio repleto de ingleses...

jueves, 8 de septiembre de 2011

COLOURFULL-11

Ruud Gullit perdió a parte de sus amigos en la catástrofe del Colourfull-11
Gullit estaba roto de dolor. Por su cabeza se enredaban los recuerdos de aquellos inviernos en los que eran los amos de la Plaza Balboa, al sur de Amsterdam. Los cientos de partidos callejeros, las decenas de heridas de guerra provocadas por el asfalto y la vuelta a casa, abrazados y satisfechos tras el imaginario pitido final al que incitaba la baja niebla y la tenue luz de las viejas farolas. Aquellos veranos sobre el verde del Parque Erasmus, jugando a ser el Flaco Cruyff y provocando entre los rivales la sensación de que no había nada que hacer. Y por sus mejillas las lágrimas que despedían al amigo que marchaba para siempre acompañadas por unas palabras de despedida al compañero de los sueños tras un balón: "Jerry, si me oyes, quiero que sepas que te quiero", fue la última frase de su discurso.

En aquella Amsterdam de principios de los 70 ser negro y de Surinam no te lo ponía fácil. Geográficamente, Surinam no pasaba de ser una muesca en el mapa al norte de Brasil e históricamente una tierra ansiada por colonos europeos. Desde la antigua colonia holandesa habían llegado multitud de familias buscando un futuro más próspero que el que les auguraba en su pequeño país de origen y había que andarse listo para no acabar en el furgón de cola de la sociedad neerlandesa. Pero si Dios te había dotado de unos pies hábiles para manejar un balón y de una cabeza capaz de ordenar los rápidos movimientos de estos, todo se veía de otra manera. Y así lo veían Ruud Gullit, Frank Rijkaard y los hermanos Haatrecht, Jerry y Winnie. Almas libres volando tras un balón. Inseparables forjadores de sueños y talentos de puro fútbol con ancestros comunes en la pequeña Surinam. A su temprana edad, dominaban las artes del balón como nadie y se divertían con su juego de fuerza y combinación. Soñaban que un día volverían a su país natal convertidos en grandes futbolistas. En aquellos primeros 70 Europa se teñía de naranja con el triple reinado del Ajax con un estilo técnico y atrevido y mostraba el camino del éxito a la juventud de la época. Pero los destinos de todos ellos no van a seguir los mismos caminos. Ruud y Frank dominarán Europa vestidos de naranja y rossonero. Los hermanos Haatrecht leerán en los periódicos las hazañas de sus excompañeros de goleadas en la Plaza Balboa. Sus destinos, equipos holandeses de segunda fila.
 
A comienzos de 1986, el distrito de Amsterdam Bijlmer rezumaba marginalidad y pobreza a partes iguales y era residencia habitual de una de las más grandes colonias surinamesas de la capital. Paradojas de la vida, sobre su tierra se levantarán los cimientos del inmenso Amsterdam Arena. Sony Hasnoe, uno de los trabajadores sociales de aquél barrio, decidió que el deporte podría influir positivamente en aquellos jóvenes deprimidos por el desempleo y marginados por el racismo y se animó a crear un equipo de fútbol, el Colourfull-11. Integrado principalmente por futbolistas profesionales de origen surinamés de diversos equipos de Holanda, Hasnoe buscaba que aquellos jóvenes deprimidos de futuro incierto encontraran en el Colourfull-11 un ejemplo de superación a través del deporte. Ya ese mismo año el campeón de la liga de Surinam, el SV Robinhood, voló a Holanda para disputar un partido contra el Colourfull 11. Surinameses de Surinam contra surinameses holandeses. Los tulipanes contra sus raíces.

Ruud Gullit goleaba por partida doble en el Camp Nou para ayudar a su equipo a levantar la primera de las dos Copas de Europa consecutivas que Franco Baresi levantará orgulloso al cielo del viejo continente. Corría el 24 de Mayo de 1989 y Jerry Haatrecht veía emocionado por la tele a Ruud corriendo extasiado con su primera Copa de Europa con el Milán. Hacía varias semanas que había terminado su temporada con el VV Neerlandia´31 de la Tercera holandesa y ahora disfrutaba en la distancia del éxito de su amigo. ¡Cuántas veces soñaron despiertos con ese momento y cuántas Copas levantaron al aire sus manos vacías en aquellos lejanos años de su infancia!. Pero aquél sentimiento de nostalgia no era el único que invadía sus entrañas. Hacía unos días que el seleccionador del Colourfoul-11, Nick Stienstra, le había convocado para viajar el 7 de Junio a Surinam para disputar una serie de partidos contra equipos locales. En un principio el seleccionado era su hermano Winnie, pero la disputa durante esas fechas del play-off de descenso con su equipo el Herenveen, impidió su selección y abrió las puertas a la convocatoria de su hermano Jerry que tardó en dar el sí lo mismo que su corazón en latir a mil por la ilusión de saber que iba a volar por primera vez a la tierra que le vió nacer.

Un fallo humano, un árbol, la niebla, ó simplemente el destino. Cualquiera de estas circunstancias se pueden relacionar con lo que sucedió a las 04:36 de aquél 7 de Junio. Pero Jerry estaba en ese avión y Ruud no. A la ilusión de uno nadie le puso trabas a la hora de embarcarse en ese avión. Aquél proyecto de gran jugador convertido en futbolista por afición volaba entusiasmado. Al otro, esa ilusión se la cortó la realidad del fútbol de verdad. El de los autógrafos y los megacontratos. El de las Copas de Europa a pares. El Milán no le dejó ir. Cuando el DC-8 de la Surinam Airways se estrelló muy cerca de la pista de aterrizaje de Paramaribo, cientos de historias por contar saltaron por los aires. Miles de abrazos por un reencuentro soñado se perdían entre aquellos hierros. Una generación de futbolistas holandeses se perdía para siempre sobre la tierra que los vió por primera y última vez.
Tras aquellas lágrimas, Gullit se imaginaba en la Plaza Balboa tirando paredes junto a los Haatrecht, y a Rijkaard custodiando su defensa. Compartían el sueño de ser como Cruyff. En aquél 1989 sus vidas eran distintas pero el sueño de volar juntos a sus orígenes siempre estaba allí. Gullit despedía a su amigo de partidos en el Parque Erasmus. Se veía rematando un centro medido de Jerry. Y en algún momento volviendo juntos como estrellas a Surinam...