Puede
que no sea el lugar más bonito del mundo. Ni tan siquiera creo que lo sea de mi
ciudad. Su forma no es un canto a la perfección arquitectónica ni sus árboles
desordenados evocan un paraíso en la tierra. Sobre su suelo, cada vez menos
mochilas ejercen de improvisadas porterías. Los niños han ido sustituyendo la
magia y la precisión de un buen golpeo con el empeine exterior por la
combinación de varias teclas para levantar la cuarta Champions dirigiendo a su Real
Zaragoza. Esa imaginaria escuadra invencible que ha reunido a Ibra, Hazard y
Messi y que bajo el cristal líquido de aquél aparato destrozan las redes
rivales. Varios bares vigilan aquella plaza. Como centinela un silencio solo
roto por las gentes que ocupan sus terrazas y que van arreglando en variopintas
conversaciones varios mundos a la vez. Puede que no sea el lugar más bonito, pero
para el canalla que allí decidiera jugársela y arrancar su primer beso apasionado
no le hables de otro lugar en la Tierra. Y no importa si el recorrido de aquél
beso fue fugaz y murió sofocado por el fuego mortal en las noches de verano de
mi ciudad. Tampoco si supuso el origen de una bella historia para la eternidad.
Para ese valiente ese será un momento y un sitio para toda la vida.
Puede
que aquél lugar en el mundo no llame mucho la atención. Cualquier otro rincón
de mi ciudad intercambia más guiños con los objetivos de las cámaras que la
vienen a ver. Es un espacio coqueto, más bien pequeño, pero aquella noche de
verano frente a aquella gran pantalla que nos miraba atenta, los miles que allí
estábamos parecíamos millones. Con el calor derritiendo en nuestras caras las pinturas
en rojo y amarillo. Con el miedo y la ilusión a partes iguales. El miedo a la
frustración de un nuevo no. La ilusión de que esta vez sí. De que este era
nuestro momento. No queríamos más miel en los labios si no comerlos a
mordiscos. Y entre esos millones, miles de una generación con la necesidad de
cortar para siempre los eslabones de unas cadenas forjadas desde la decepción y
el dolor y que nos ataban a una amalgama de injusticias, furia sin control y
mala suerte.
Cada dos años, el fútbol hace sonar sus tambores de guerra por el Mundo y por el viejo Continente. A este deporte que inventaron los
ingleses ya no sólo ganan los alemanes. España al fin descifró los códigos de
la victoria. Se siente protagonista en esas fiestas y salvo como en aquellas vacaciones en
Brasil y Rusia, intenta conquistar a la más guapa. Con el traje de las grandes ocasiones y varias gotas de fragancia a triple corona. Con
nuestra escuadra algo cambiada pero eligiendo a los guardianes necesarios para poner a
salvo la llave del estilo. Aprendiendo nuevos pasos de baile para poder estar a
la altura de los que nos quieren hacer sombra. Recordando y buscando reverdecer nuestros éxitos por Europa y por el Mundo. Porque pertenezco como muchos de los miles de aquél pequeño
rincón a esa generación que veía pasar los años sin nada que echarse a la boca.
Buscando aquél torneo que por fin nos hiciera grandes. Y cada vez que llegaba
un gran campeonato la misma ilusión en la mirada. La del ahora o nunca. Y
siempre era nunca.
Por eso
cada vez que paso por la Plaza San Pedro Nolasco de Zaragoza, de mi ciudad, sonrío
y me acuerdo como si fuera hoy mismo. Aquél penalti de Cesc buscando la red y
Buffon cayendo al otro lado. Robarle la chica al italiano. La vergüenza de
aquél primer beso robado. Las cadenas rotas para poder volar. Un momento y un sitio
para siempre. El origen de todo.
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