Veinte años no son nada... |
Desde
siempre me fascinó la celebración de un gol y toda su puesta en escena. El
futbolista y la desaforada búsqueda de su reivindicación. El alimento del ego propio
como primer acto y el mensaje claro y conciso de que él y nadie más que él
acaba de poner en contacto pelota y red. Que esa obra, naïf, realista o abstracta,
va a llevar su firma para siempre. Ese es su momento y todos deben saberlo. Una
pequeña carrera hacia donde no haya nadie. Para que todos le vean bien. Y ese
ritual, a veces espontáneo, la mayoría de las veces premeditado. El salto con
giro y brazo en alto del sueco Brolin. Las danzas tribales de Roger Milla.
Ronaldo Nazario y las alas desplegadas de su avión. Pistoleros, arqueros, señales al
cielo. Contorsionistas, embarazadas, fabricantes de corazones. Un festival imaginativo
individual previo al gesto grupal más conocido tras el gol, el abrazo. Compartido
con la magia del guante que hizo de un último pase la mejor de las asistencias.
Con el resignado compañero que hoy es carne de banquillo y que con una sonrisa le
ha dicho:- Hoy haces uno-. Con ese esforzado utillero que se acuerda de todo y del
que nadie parece acordarse. Con nueve compañeros y el dedo de su portero
buscando un gesto de complicidad desde la soledad de las cuatro rayas de su
área. Con todo el Estadio si pudiera. El abrazo, señal inequívoca de éxito en
equipo. Uno de los gestos más maravillosos que la vida, el deporte y el fútbol
en particular nos puede regalar y que en nuestro día a día tanto nos cuesta practicar…
Hay un
momento en la vida en el que la realidad te visita. Arrebata tus legítimas ilusiones
de niño y las va guardando en un cajón. Esparce tierra y grava sobre la hierba
milimétricamente cortada del Estadio de tus sueños para que llenes tus piernas
de señales a cambio de cuatro duros. Despierta, jamás serás portada. Si acaso la
breve reseña de un gol importante en un momento decisivo. Pero a cambio te
ofrece descubrir situaciones maravillosas. Personas que no conocías en lugares
que nunca antes habías pisado. Ilusión, entrega y trabajo bajo unos colores en
común, que van convirtiendo el objetivo en un sueño. Es el fútbol regional, el
de verdad, donde la fuerza de un abrazo tras el gol hace crecer al equipo y
aleja los egos. Donde el fútbol todavía intenta conservar toda su esencia.
Donde un grupo sólido y unido es capaz de cualquier cosa. A mis cuarenta años
una efeméride ha retrotraído mi memoria a esa época casi olvidada pero todavía
latente. Un equipo en mayúsculas. Un cesto lleno de bocadillos a pie de autobús.
La escalada en la clasificación. El sufrimiento físico entre semana en aquél
Parque Grande que llegué a odiar con todas mis fuerzas. Su recompensa las
tardes de los domingos volando sobre el campo. Carreras en la cola del pelotón,
entre calor, lluvia o frío a la sombra de aquél gigante cercano y humor
socarrón que en el área contraria la bajaba como quería y no conocía a nadie.
Nuestro “Lubo” Penev. Él movía muchos kilos. Yo sólo era un “perro” que se
dejaba llevar hasta allí atrás. No recuerdo qué podíamos conversar en aquellas interminables
carreras. No sería mucho porque no nos daba de sí el aliento. Pero sí sé que aquellos
domingos, cuando nuestro portero enviaba el balón al cielo yo sólo tenía que
correr a su espalda, y ver con el rabillo del ojo cómo con el implacable marcador pegado a su nueve, elevaba toda su humanidad y peinaba el balón. Sólo quedaba
intentar meterla para buscar un nuevo abrazo. Hasta ochenta y ocho de todo el equipo
durante aquella fantástica temporada. La que fuimos los mejores…
Durante
el último mes esa efeméride me ha llevado a dar dos abrazos tan emocionantes
como distintos en sus sensaciones. Ambos relacionados con Épila y aquella
inmejorable experiencia que a lo largo de esos días cumplía veinte años. Uno a
José, al “presi” de esa temporada. Abrazo largo, sentido, el recuerdo de ese
gol decisivo y las firmas en aquél paraguas rojiblanco con el que arrancamos del
Pirineo medio ascenso a Tercera. Dos décadas que parecían sólo dos domingos. El
otro a Quique, el hermano de mi compañero de aquellas malditas carreras por el
Parque. Abrazo de ánimo y fuerza. Javi se ha marchado sin avisar. Hacía mucho
que no sabía de él. Casi tanto tiempo como años sin ver al “presi”. Dicen que
la vida le sonreía. Que andaba loco con su pequeño de 7 años y que seguía con
ese humor que le hacía inconfundible. Puta vida. Cuando pasen otros veinte años
espero seguir sorprendiéndome con la puesta en escena de un gol y toda su
parafernalia. Espero que para entonces el abrazo siga siendo el punto
culminante de una celebración. En el fútbol regional, en el de verdad, me ha
quedado demostrado que es la herramienta perfecta para sentir que veinte años no
son nada. Que puede unirte para siempre con personas que no conocías en lugares
que nunca antes habías pisado. Que te puede hacer recordar momentos inolvidables.
Parques, bocadillos, paraguas, balones al cielo de tu portero. Para entonces ya
no habrá peinada para una nueva carrera. “Lubo” la bajará allí arriba, la
meterá adentro y nos esperará dentro de muchos años para darnos un nuevo abrazo.
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