domingo, 17 de julio de 2016

ÉPILA, VEINTE AÑOS Y DOS ABRAZOS

Veinte años no son nada...
Desde siempre me fascinó la celebración de un gol y toda su puesta en escena. El futbolista y la desaforada búsqueda de su reivindicación. El alimento del ego propio como primer acto y el mensaje claro y conciso de que él y nadie más que él acaba de poner en contacto pelota y red. Que esa obra, naïf, realista o abstracta, va a llevar su firma para siempre. Ese es su momento y todos deben saberlo. Una pequeña carrera hacia donde no haya nadie. Para que todos le vean bien. Y ese ritual, a veces espontáneo, la mayoría de las veces premeditado. El salto con giro y brazo en alto del sueco Brolin. Las danzas tribales de Roger Milla. Ronaldo Nazario y las alas desplegadas de  su avión. Pistoleros, arqueros, señales al cielo. Contorsionistas, embarazadas, fabricantes de corazones. Un festival imaginativo individual previo al gesto grupal más conocido tras el gol, el abrazo. Compartido con la magia del guante que hizo de un último pase la mejor de las asistencias. Con el resignado compañero que hoy es carne de banquillo y que con una sonrisa le ha dicho:- Hoy haces uno-. Con ese esforzado utillero que se acuerda de todo y del que nadie parece acordarse. Con nueve compañeros y el dedo de su portero buscando un gesto de complicidad desde la soledad de las cuatro rayas de su área. Con todo el Estadio si pudiera. El abrazo, señal inequívoca de éxito en equipo. Uno de los gestos más maravillosos que la vida, el deporte y el fútbol en particular nos puede regalar y que en nuestro día a día tanto nos cuesta practicar…

Hay un momento en la vida en el que la realidad te visita. Arrebata tus legítimas ilusiones de niño y las va guardando en un cajón. Esparce tierra y grava sobre la hierba milimétricamente cortada del Estadio de tus sueños para que llenes tus piernas de señales a cambio de cuatro duros. Despierta, jamás serás portada. Si acaso la breve reseña de un gol importante en un momento decisivo. Pero a cambio te ofrece descubrir situaciones maravillosas. Personas que no conocías en lugares que nunca antes habías pisado. Ilusión, entrega y trabajo bajo unos colores en común, que van convirtiendo el objetivo en un sueño. Es el fútbol regional, el de verdad, donde la fuerza de un abrazo tras el gol hace crecer al equipo y aleja los egos. Donde el fútbol todavía intenta conservar toda su esencia. Donde un grupo sólido y unido es capaz de cualquier cosa. A mis cuarenta años una efeméride ha retrotraído mi memoria a esa época casi olvidada pero todavía latente. Un equipo en mayúsculas. Un cesto lleno de bocadillos a pie de autobús. La escalada en la clasificación. El sufrimiento físico entre semana en aquél Parque Grande que llegué a odiar con todas mis fuerzas. Su recompensa las tardes de los domingos volando sobre el campo. Carreras en la cola del pelotón, entre calor, lluvia o frío a la sombra de aquél gigante cercano y humor socarrón que en el área contraria la bajaba como quería y no conocía a nadie. Nuestro “Lubo” Penev. Él movía muchos kilos. Yo sólo era un “perro” que se dejaba llevar hasta allí atrás. No recuerdo qué podíamos conversar en aquellas interminables carreras. No sería mucho porque no nos daba de sí el aliento. Pero sí sé que aquellos domingos, cuando nuestro portero enviaba el balón al cielo yo sólo tenía que correr a su espalda, y ver con el rabillo del ojo cómo con el implacable marcador pegado a su nueve, elevaba toda su humanidad y peinaba el balón. Sólo quedaba intentar meterla para buscar un nuevo abrazo. Hasta ochenta y ocho de todo el equipo durante aquella fantástica temporada. La que fuimos los mejores…

Durante el último mes esa efeméride me ha llevado a dar dos abrazos tan emocionantes como distintos en sus sensaciones. Ambos relacionados con Épila y aquella inmejorable experiencia que a lo largo de esos días cumplía veinte años. Uno a José, al “presi” de esa temporada. Abrazo largo, sentido, el recuerdo de ese gol decisivo y las firmas en aquél paraguas rojiblanco con el que arrancamos del Pirineo medio ascenso a Tercera. Dos décadas que parecían sólo dos domingos. El otro a Quique, el hermano de mi compañero de aquellas malditas carreras por el Parque. Abrazo de ánimo y fuerza. Javi se ha marchado sin avisar. Hacía mucho que no sabía de él. Casi tanto tiempo como años sin ver al “presi”. Dicen que la vida le sonreía. Que andaba loco con su pequeño de 7 años y que seguía con ese humor que le hacía inconfundible. Puta vida. Cuando pasen otros veinte años espero seguir sorprendiéndome con la puesta en escena de un gol y toda su parafernalia. Espero que para entonces el abrazo siga siendo el punto culminante de una celebración. En el fútbol regional, en el de verdad, me ha quedado demostrado que es la herramienta perfecta para sentir que veinte años no son nada. Que puede unirte para siempre con personas que no conocías en lugares que nunca antes habías pisado. Que te puede hacer recordar momentos inolvidables. Parques, bocadillos, paraguas, balones al cielo de tu portero. Para entonces ya no habrá peinada para una nueva carrera. “Lubo” la bajará allí arriba, la meterá adentro y nos esperará dentro de muchos años para darnos un nuevo abrazo. 

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