Gregorio, corazón del CD.Ebro |
Gregorio era un tipo especial. La vida arrojó sobre sus hombros la pesada carga de ser diferente. No se lo puso fácil pero le propuso sustituir sus limitaciones intelectuales por un corazón en el que cupiera todo. Él le puso el traje de arlequín, pintó sus cuadros de azul y blanco y tras aquellos cuatro muros que protegían la bien cuidada tierra de aquel terreno de juego, se lo ofreció a todo el que por allí pasaba. Rival o amigo. Alevín o Juvenil. Curtido ya por aquellos lares o recién aterrizado por los dominios del zaragozano barrio de La Almozara. Gregorio animaba a su C.D. Ebro desde aquel espacio en el que se había hecho fuerte y en el que siempre lo podías encontrar. Entre la tribuna principal y el bar en el que acaloradas conversaciones diseccionaban un gol del Buitre o el último pase imposible de Laudrup. No muy lejos de aquel banderín desde el que los saques de esquina botados viajaban buscando su destino oliendo a cerveza, cigarrillo y medio gol. Fuera entrenamiento o partido desde allí te recibía o te despedía. Hiciera frío o calor. Empapando tu cara con aquellos besos tan generosos que nos regalaba. Conocía a todos lo que por allí pasaban y todos le conocían a él. Generando la sensación de que sabía cuándo y dónde jugaba cualquiera de los equipos del club. Era su pasión. Yo desconocía su vida fuera de “El Carmen” pero apostaba a qué cada vez que enfilaba la calle Sierra de Vícor y traspasaba aquella puerta de chapa azul dejaba a un lado su otra vida y se convertía en la persona más feliz de la Tierra. Allí dentro todos le regalaban un gesto amable y tratándole igual a los demás le hacían sentir el más importante de todos. Hacía aquello tan suyo que no ocupaba ningún cargo pero parecía tener varios a la vez. Utillero, delegado...Quizás en aquella inescrutable cabeza también el portentoso delantero centro que remontaba partidos en el tiempo añadido. Era inevitable no sonreír cuando desde lo lejos lo veías golpeando con brío los dedos sobre sus piernas soñando ser el batería de Los Relámpagos. Un tipo especial.
Desconozco cuando ese corazón de arlequín tuvo su última función. No se cuándo los niños dejaron de recibir aquellos interminables y sinceros besos ni cuando el esforzado músico ofreció su último concierto. Solo sé que un día, sobre uno de los muros de “El Carmen”, junto a la antigua puerta de chapa azul, descubrí un enorme grafiti que perfilaba su cara sobre el texto In Memoriam. Cuando Gregorio marchó el barrio supo dar su pequeño homenaje inmortalizando en sus paredes a quién con tanto orgullo llevó el nombre del equipo de sus amores. Todo ha cambiado desde entonces. Las cicatrices de aquella tierra son ahora los quemazos del tupido verde artificial. Los niños perfectamente uniformados se desafían con peinados imposibles y dejan en un vago recuerdo la inverosímil mezcla de colores de los chandals de tergal de otra época. Ronaldo y Messi son actualmente los protagonistas de unas charlas que mueren engullidas por la misma cerveza y el mismo humo desde un bar que en estos tiempos enseña orgulloso en sus vitrinas las conquistas de los equipos del club. Varias arrugas y miles de canas se dibujan ahora en muchos de los que allí se refugian y que por aquél lejano tiempo ya se dejaban ver por allí. Todo ha cambiado mucho. Tanto que el primer equipo, buque insignia de la entidad y siempre espejo de su cantera, se despega del barrio que lo vio nacer y hacerse inexpugnable. Empujado por los vientos de un ambicioso proyecto ha desplegado velas y ha zarpado río arriba para atracar en otro puerto y desde allí conquistarlos a todos. Ese espejo en el que la chavalería de La Almozara se miraba ilusionada por llegar a ser algún día, devuelve tras los nítidos colores y la reconocible silueta de su escudo, un reflejo algo distorsionado a lo que siempre había ofrecido
El Club Deportivo Ebro sigue enarbolando una de las principales banderas del fútbol formativo zaragozano siendo uno de los emblemas visibles y orgullosos del humilde barrio de La Almozara. Con gente que dedica muchas horas de su tiempo para que todo marche bien. Como Gregorio hizo gran parte de su vida. Si pudiera abandonar por un momento ese grafiti que lo hizo inmortal y echara un vistazo a todo aquello, quizá desde aquél singular mundo que almacenaba en su cabeza no entendería muchas cosas. A su puzzle de piezas azules y blancas le faltaría la de sus chicos más mayores que ahora, lejos de allí, bañan en bronce lo que no hace mucho era bronca y barro. Mientras intentara entender el porqué, él seguiría en su hogar, en El Carmen, animando a todos aquellos chavales del futbol base. Incluso si madrugara, casi cuando el sol todavía no ha salido, alentando a los veteranos que una vez fueron esos niños y que ahora con siluetas de formas más redondeadas y la misma ilusión de entonces siguen disfrutando del fútbol en la que siempre han sentido como su casa. Seguro que a esas horas el incansable Gregorio ya llevaría un tiempo por allí impaciente esperando a que empiece a rodar el balón. Tocando su batería. Regalando abrazos. Sintiéndose especial. Y pintando su orgulloso corazón arlequinado con sus dos únicos colores. El azul y el blanco de su Ebro.