Dos
años ya, sí. Dos años ya de aquella que ya descansa en los libros como la
derrota más sonrojante en la brillante historia del Real Zaragoza. Sentado en
mi coche, y a pesar de haber sido consciente de cada golpe recibido, necesité
escucharlo varias veces para asimilar que el ya descendido Llagostera le había
hecho media docena al Real Zaragoza para cercenar de un plumazo toda
posibilidad de jugar un Playoff de ascenso que ya tocaba con sus manos dos
horas antes. Mi “hermano” Rubén había viajado hasta Palamós para dar el último
empujón a esa más que probable clasificación. Después del desastre y tal y como
se había quedado la noche, la primera persona de la que me acordé fue de él y
en cómo tenía que sentirse en aquellos momentos. Le envié un mensaje de ánimo
que al día siguiente me devolvió escrito con los caracteres de un espíritu
irreductible como el suyo:
-Gracias
por tu apoyo hermano, ya llueve menos, ya queda un día menos para volver a Primera!!-
Y
todo eso con el cadáver encima de la mesa, todavía fresco y con 6 puñaladas en
el corazón…
Rubén
pertenece a la vieja estirpe del zaragocismo de sangre y cuna. Al selecto grupo
de guardianes de
las llaves de la guarida del león. Trovador de éxitos en tiempo de gloria y Templario
en la reciente cruzada por la Reconquista de una identidad perdida. Apasionado en
ocasiones hasta lo irracional, transparente y noble, su carácter tranquilo esconde
un “bicho” incontrolable que nos presenta en momentos de emoción máxima. Cuando
el pulso desacelera y todo es más normal lo mira deseando no haberlo conocido
jamás. Desatado en la victoria, desolado en la derrota, el mejor de sus días
siempre dibujará once nubes blancas sobre un cielo azul. Capaz de arrastrar
para la causa a la mujer que más quiere después de su madre, tras conocer que
el único penalti del que ella había oído hablar se lo servían frío y con la
espuma justa. Cambiaría una victoria en el último minuto por 50 nuevos zaragocistas
de cuna y biberón preparados para recibir el legado eterno del equipo de una
ciudad que nunca se rinde. No puede haber una imagen más llena de magia en su
retina que su pequeño Pablo envuelto en la bandera azul y blanca del león. Melómano
como pocos, amante del cuarteto de Liverpool y del fútbol con bigote y medias
bajas en su once de siempre Arconada saca en largo, LeTissier la acaricia y
Ruben Sosa la mete para adentro. Los otros ocho poco importa ya quiénes sean. Sólo
esa manera casi sagrada que ambos compartimos de entender este deporte nos ha trasladado
a interminables y maravillosas conversaciones en torno a lo humano y lo divino
del mundo del fútbol. El ser coetáneos hizo que los árboles de nuestras vidas
crecieran prácticamente en paralelo y aunque mi tronco se desviara del camino y
tiñera algunas de sus ramas con la savia de otros colores mis raíces crecieron
fuertes junto a las suyas, bajo el sagrado césped de La Romareda. Bajo un
penalti de Señor, un vuelo de Cedrún o una galopada de Belsué. Se enorgullece
cuando se lo recuerdo, conoce mis valores y siempre me
aceptó a pesar de mis innumerables taras.
Estos
días por Zaragoza se respira un evidente sentimiento de euforia. Difícil de
medir pero visible en los ojos de los niños y las sonrisas de los adultos. La
ciudad empuja a un club dormido que ve cómo el fútbol circula a una velocidad
que la pesada losa de una antigua y pésima gestión le impide igualar. Después
de mucho tiempo parece que todos vamos a una y que ha llegado el momento. En
días como estos y como me pasó hace dos años pero a la inversa vuelvo a pensar
en mi “hermano” Rubén e intento imaginar, sin acercarme apenas, cómo se puede
sentir. Prudente y confiado. Nervioso y emocionado. Una bomba de relojería que
para bien o para mal estallará en unos días y arrasará a su paso con todo lo
que encuentre. Es lo que tiene amar el fútbol y a su Real Zaragoza sin
condiciones. Nadie conoce el desenlace, pero si finalmente las nubes negras
vuelven a teñir el cielo de nuestra ciudad el golpe puede ser importante y hay
que estar preparados. Si la decepción vuelve a llamar a nuestra puerta habrá
que levantarse, abrirla, coger el escudo y la espada y volver a intentarlo. De
lo que no tengo ninguna duda es que si eso llega a suceder la temporada que
viene, un frío lunes de Enero contra el Rayo Majadahonda entre 8000 valientes
podré encontrar a mi “hermano” en su asiento de la vieja Romareda. Sin reblar,
sacando al “bicho” las veces que haga falta, pintando cielos de azul y blanco y
descontando los días que le quedan para volver a ser de primera.
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