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Enrique Castro "Quini" |
Ayer muchos sentimos cómo
nos arrancaban parte de la niñez que celosos todavía guardábamos como un tesoro
en nuestro poder. Eso si es que todavía algo quedaba de esa niñez aferrada a
nuestro lado apartando la mirada de eso llamado tiempo. Ayer Quini se fue para
siempre. Se marchó Quini y se me apagó para siempre aquella tele minúscula en
blanco y negro que tenía en mi habitación. Aquél aparato que debía sintonizar ruleta
en mano si quería dejar sólo en decenas los cientos de moscas que interferían en
la imagen que de allí salía y me impedían ver con cierta nitidez los goles de
la jornada en Estudio Estadio la noche de los domingos. Lo hacía de manera
clandestina. Sí, al día siguiente había cole. Y yo no entendía como rayos de aquél
aparato tan pequeño podía salir semejante chorro de luz ni qué demonios debía
hacer para que no me delatara a aquellas horas de la noche. Sólo quería ver un
salto de Santillana, un vuelo de Arconada. Me bastaba una volea de Quini para
poder apagar aquella tele y marchar a dormir con una sonrisa antes de que mis
padres me pillaran. Sin duda aquellos tipos eran mis héroes. Capaces de hacer
cada domingo lo que muchos soñábamos con hacer toda la vida.
Ayer marchó Quini y se
llevó el campo embarrado, el pantalón ceñido y el puño en alto en la
celebración. Nos aleja para siempre de Cundi, Joaquín, Mesa y su Sporting de Gijón, del delantero
rudo, de raza, de las botas negras, del primer esbozo de aquello de lo que nos
enamoramos y que ahora en ocasiones cuesta llamar deporte. Se ha ido y con él
el partido del sábado por la noche en la 2, los domingos a las cinco y una
radio, nueve nacionales y dos formidables extranjeros por escuadra. Fútbol de un
tiempo cada vez más lejano gobernado por hombres de la estirpe de las buenas
personas. Del esfuerzo, la brega y la constancia. De la buena cara y la sonrisa
cuando vienen mal dadas. Y allí encontramos a Quini. Sentado sobre una montaña
de goles repartiendo pines de su Sporting, sin parecer ser consciente quizá de
la historia escrita tiempo atrás y de lo que supone para mucha gente.
Ayer se nos llevaron a
Quini y algunos nos hicimos un poco más adultos. Enterramos para siempre
aquella sensación de escuchar su nombre y estremecer pensando inequívocamente en
la épica de un cabezazo en plancha, de un potente derechazo, de un nuevo gol.
De saber que Enrique Castro vendría a tu casa y haría todo por derribar el muro
de hormigón que habías levantado frente a tu portería hasta acabar metiéndola
dentro. Como le dije a un amigo dibujante, ayer se fue el Ibañez de sus cómics.
Una de esas personas que con su buen hacer fue capaz de echar a volar mi
imaginación y hacerme disfrutar en esa época de la vida en la que cualquier
cosa se exprime y todo te parece alucinante. Ayer murió Quini y se llevó lo
poco que va quedando del recuerdo de la infancia y una forma genuina de
aprender a querer al fútbol. De entre decenas de periódicos y revistas
deportivas todavía conservo una antigua baraja de la Selección Española de 1982
que aún guardo con cariño y pone una sonrisa a este adiós. Aún recuerdo la mejor de todas las cartas, la que
destrozaba a todas y era una suerte tenerla. La de Enrique Castro “Quini”. Hasta siempre Brujo
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