Publicado en el número 57 de Kaiser Football
Jesús Castro, en una formación de aquél mítico Sporting de los 80 |
Los pies de Jesús Castro jugaban con la espuma resacosa que las olas le entregaban antes de desaparecer entre la arena y volver a un mar que esa mañana del 26 de Julio de 1993 ya avisaba que iba a jugar fuerte. A un lado unos cuántos bañistas desafiaban desde la orilla las aguas frías y agitadas a partes iguales bajo la atenta mirada de una bandera roja que no perdía detalle. Al otro, dos pequeños con pinta de ingleses jugaban con un balón. Uno la pegaba de miedo. El otro aprovechaba para lanzarse sobre aquél manto de arena húmeda y así poder demostrar a su hermano que un día no muy lejano el uno de los Pross podría ser suyo. La misma edad, los mismos pateos, los mismos vuelos de Chusi hace 35 años junto a su hermano Enrique cuando lo de “Quini” todavía era propiedad del jefe de la casa de los Castro. Cuando recién llegados desde Oviedo y junto a la fábrica de Ensidesa, la carbonilla de aquellos campos negros como la noche cosían oscuras cicatrices en sus piernas al finalizar cada estirada a los remates imposibles de un Enrique que iba acomodando su cuerpo para años más tarde desde El Molinón regalarnos el golpeo definitivo. Aquella playa cántabra de Amió en Pechón, muy cerca de su Patria Querida, era el reducto perfecto para abandonar cuerpo y alma y poder reflexionar sobre la vida, sobre lo hecho y lo aún todavía por hacer. Habían pasado 8 años desde que Castro había decidido colgar los guantes. Tras de sí, el orgullo de 15 temporadas sacando manos en rojo y blanco. Por delante un mar de tiempo libre y muchas cosas en las qué pensar. En su futuro como gerente en varios negocios de gasolineras. En su hija Joanna, campeona de España juvenil a lomos de su precioso caballo. Pero siempre aparecía un resquicio para su Sporting de Gijón que aquella temporada recién terminada y con las nuevas joyas procedentes de Mareo como Juanele, Abelardo, Iván o Emilio asomándose al primer equipo, había rozado Europa en la primera temporada sin su amigo Joaquín. El último irreductible de aquél equipo que a principios de los 80 miró cara a cara a los grandes de nuestra Liga y en el que él mismo fue decisivo con sus paradas. Con un estilo sobrio y eficaz. Cercano al del mítico Iribar. Alejado a su vez de la espectacularidad y los vuelos del guardián de la selección de entonces, Luis Miguel Arconada y de su gran sucesor en el Sporting, Juan Carlos Ablanedo. Un estilo que caminaba de la mano de su personalidad, reservada e introvertida y que junto a su espigado físico y sus cabellos rubios ensortijados le habían valido el apelativo por parte de su afición de “Maizón” y que los más críticos le recordaban cuando ante un balón dividido todos le animaban a ir en su búsqueda pero Castro prefería una mejor ocasión para salir a por él y resguardarse en su portería. Pero si algo destacaba en Jesús Castro era su calidad humana. Una buena persona siempre dispuesta a echar una mano. En un discreto segundo plano. Consciente de que los focos iban dirigidos al líder de aquél fantástico equipo de los Doria, Joaquín, Cundi, Mesa y Ferrero. Al hombre de los remates imposibles. Enrique Castro “Quini”, su hermano. Risueño como pocos, el halago por sus excelentes actuaciones sonrojaba las claras mejillas de Jesús valiéndole el sobrenombre de “Manzanón” por parte del vestuario. Unos compañeros que sólo podían hablar maravillas de él.
Unos gritos de auxilio apartaron a Jesús de la profundidad de sus pensamientos. Ese mar bravo que aquella mañana agitaba la bandera roja de la prudencia había elegido como compañeros de juegos a los dos niños ingleses que hacía nada se desafiaban con un balón a unos metros de él. Y sus olas que nunca han entendido de edades ni banderas y sí de fuerza y nobleza comenzó a zarandear a los dos pequeños ingleses. Castro, aparcó la vida que fue y la que será, las gasolineras y los caballos de Joanna. El Maizón no necesitó que la Tribunona le arengará para salir a por aquél balón dividido. La jugada estaba clara. En un suspiro Castro, todo corazón, ya libraba su particular batalla para sacar a los dos pequeños de aquél lance fatal. Tras unos eternos minutos de lucha encarnizada con la fuerza de un mar loco por molestar, los dos pequeños lloraban a salvo entre los brazos de sus padres en la orilla de aquella playa de Pechón. A la vez, el cuerpo de Castro flotaba inerte sobre sus aguas víctima del esfuerzo realizado. Los que le conocen dicen que no sabía nadar, que era más hombre de interior. Que en las concentraciones apenas metía los pies en la piscina. Pero que cuando el guión lo exigía tras la puerta del vestuario local del vetusto estadio de El Molinón, Jesús Castro era el primero en mojarse y una voz que todos respetaban. La voz de una buena persona que se apagó para siempre entre las aguas de aquél mar que había sacado su guadaña y con el que hacía nada intercambiaba confidencias. Había nacido la leyenda…
Los días de partido la Mareona inunda de rojo y blanco la Avenida del Molinón y el Paseo del Doctor Fleming de Gijón. Al fondo el estadio más antiguo de España, El Molinón. La imponente Tribunona a un lado, un gran escudo del Sporting al otro. Custodiando sobre la fachada de uno de sus fondos al Río Piles que entre Avenida y Paseo ya vislumbra como la Ría de los Vagones le espera al final de su cauce para fundirse en un abrazo amigo con el mar. Y a mitad de camino entre el Estadio que fue toda la vida de Chusi y el mar que se la quitó, una placa para recordar que allí había un Parque al que llamaban Inglés y que hoy es de Los Hermanos Castro. Quini va sorteando con habilidad los avatares de la vida. Manzanón, junto a las estrellas, todavía se sonroja cuando generaciones de sportinguistas todavía siguen transmitiendo su legado en forma de leyenda. La de la última parada de una persona buena que le costó la vida a un gran portero.
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