Gerd Müller, mito goleador alemán de los setenta |
Rainer Bonhof
se internó por la derecha y sin mirar la
puso allí. En aquél espacio sin edificar pero que era su casa. Entre aquellas
cuatro líneas de cal de las que había hecho su vida. Rodeado de rubios invitados
vestidos de naranja. Bonhof envolvió el regalo con su pie derecho y apuntó su
dirección. Müller abrió la puerta para recogerlo, buscó su espacio, despachó a
los neerlandeses, y lo llevó junto a la red que servía de almacén para esos
cientos de presentes que coleccionaba en forma de gol. En esa ocasión el que
volteaba el marcador del Olímpico de Munich aquella oscura tarde y que ponía en
ventaja a Alemania dos minutos antes de que llegara el medio tiempo. El más
importante de los 680 con los que perforó durante 17 años las redes de medio
mundo. El que con el pitido final coronaba a su país como campeón de su propio
Mundial en 1974. Goles y más goles desde aquellos 176 rocosos centímetros que
hicieron de esa suerte su forma de vida. Desafiando gigantes. Pensando antes
que el otro. Golpeando cuando el rival todavía se estaba girando. Con la
portería siempre ubicada en su cabeza. Invitando a sus compañeros a meterla
allí, al espacio reservado para unos pocos. El se encargaría de llevarla
adentro. Y así toda una carrera agradeciendo pases, dedicando goles, levantando
títulos. Copas de Europa, Bundesligas, Eurocopas, aquél Mundial... Con aquél
Bayern de Munich aplastante de mitad de los 70 y base de una Mannschaft
campeona. Pero todo un día llega a su fin. Nuevos inquilinos le invitan a
abandonar ese espacio en el construyó el mito del Bombardero de la Nación. Le
sacan el 9 de la espalda. Cuelga las botas. Se apagan los focos. Todo se acaba.
Y desde lo más alto de la montaña de goles y más goles que la rutilante
estrella ha ido construyendo desde aquél área que fue su hogar, el hombre
anónimo comienza a despeñarse ahogado en una vorágine de alcohol, drogas y diversos
fracasos empresariales. Problemas familiares y una vida regida por el caos,
característica común de una nueva situación que, lejos de las áreas, nadie le
ha enseñado a vivir. En 1992, su club de siempre le ayudará en su tratamiento y
lo incorporará a su organigrama deportivo. Un poco de orden al amparo del
gigante bávaro con quien tanta gloria intercambió. Nada cómo estar de nuevo en
casa. Todo parecía superado hasta que una madrugada del mes de Julio de 2011
saltaron todas las alarmas. Tras varias horas de búsqueda fue hallado por las
calles de la localidad italiana de Trento, donde se encontraba de pretemporada
con el equipo juvenil del Bayern de Munich, perdido, sólo y desorientado. Salió
del hotel y detuvo un taxi con parada la estación de tren. El destino: su
hogar, su casa en Baviera…
Desde
aquél episodio las apariciones de Gerd Müller han sido contadas. Si acaso para
ver como goleadores modernos superan sus bestiales registros. Futbolistas que
parten de unas zonas para llegar al gol por otras. Implacables goleadores como
él, con la magia como herramienta de uso diario, dueños de un talento que los
hace excepcionales. Como el de Gerd Müller. Todos sabían que siempre estaba
allí. Nadie cómo el balón había vuelto a besar su portería. Poco a poco sus
longevos récords van cayendo uno detrás de otro tras el alud de goles de los
Ronaldo, Messi, Cristiano o Klose. Mejor ahora que no más tarde. Todavía a
tiempo de sonreírles por haber sido su dueño durante todo ese tiempo. Todo
apunta a que la alargada sombra de una cruel enfermedad le aguarda para
disputar el partido de la última etapa de su vida. Para borrar todos esos goles
de su memoria. Tiene nombre de duro defensa alemán de la época: Alzheimer. Gerd
le esperará para tumbarlo cuando todavía se esté dando la vuelta. Y si un día
tienen que volver a buscarlo, que lo hagan en Baviera, en el Olímpico de
Munich. En el sitio donde se orientó como nadie en el mundo para romperla hacia
dentro. Sobre ese espacio sin edificar y las cuatro líneas de cal que fueron toda
su vida.
Grande él y grande el artículo.
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