París, 10 de Mayo de 1995. Sergi López no pierde la sonrisa aún de sobras
sabedor a esas alturas de la tarde que un puesto en aquél once por
delante de Andoni y a espaldas de Aragón pertenece a la utopía de
sus sueños. Esos días por su cabeza Ian Wright no se ha marchado ni
una sola vez y ha visto volver a Tony Adams varias veces de vacío a
sus dominios después de su duelo en las alturas con aquél gigante
inglés tras un nuevo córner en contra. Pero la realidad era otra y
asomarse por aquél equipo titular acompañado de las molestias de
una interminable lesión era una misión titánica aún para un
hombre de la clase del central de Granollers. En aquella mitad de los
noventa Zaragoza ya recitaba cual sagrado rito litúrgico los nombres
de sus héroes contemporáneos. La mayoría forjados desde el vértigo
de vivir asomado al precipicio de la Segunda, sufrir la blanca y
alargada figura de Urío o besar la gloria desde el punto de cal una
noche por Madrid. Al grito de Cedrún en la portería y con la pausa
y el aliento justo para separar entre líneas, le seguían
inequívocamente y a toda velocidad una cascada de nombres que morían
en el once de Higuera. Era un fútbol de botas negras y tatuajes de
tacos marcados en la piel como mordiscos, tan cercano y a la vez
lejano en el tiempo donde el aficionado reconocía al dos como
centinela del flanco derecho, al ocho como experto llegador y al
nueve como un finalizador implacable. Al cuatro le seguía el cinco
y no el diecinueve, al siete el ocho y así sucesivamente. Cosas de
la “locura” de aquél lógico orden de los números que por
entonces regía en el fútbol. Aquellas líneas defensivas de
entonces parecían vivir allí, delante de su portero, atravesadas
por el mismo hierro que las fijaba eternamente a los costados de los
pequeños estadios de madera en aquellos partidos de bar, bola de
acero y 25 pesetas. Inamovibles. Sergi tenía a dos mariscales por
compañeros en el Real Zaragoza que le cerraban el paso y que aquella
noche tenían como objetivo común gobernar el cielo de París. Uno
llegó para hacer la mili y cambió el cetme por el honor de vestir
473 oportunidades de azul y blanco. Su compañero en la zaga aterrizó
desde la Argentina y encajó como un guante en un equipo al que el
espejo del éxito le devolvía un exuberante reflejo de campeón.
Xavi Aguado y Fernando Cáceres. Casi nada
Las
20:15 se acercan inexorablemente. Sergi afloja el nudo de aquella
corbata a rayas que la proximidad del momento parecía apretar más
de lo normal. Sí, combina de lujo con el traje azul oscuro que
Alejandro ha preparado para aquella importante cita, pero las mejores
galas para esa noche todavía descansan en un baúl cuidadosamente
dobladas por el esforzado Gregorio, con un león rampante cosido a la
altura del corazón. Elástica blanca y calzón azul. El Parque de
los Príncipes busca su rey. El Arsenal, viaja con su conquista de un
año atrás con la intención de airearla por tierras francesas y
regresar a las islas para volver a entregarla en Highbury. El Real
Zaragoza pretende abandonar la nostalgia y dejar en un suspiro el
recuerdo de las tres décadas del triunfo Magnífico en la Copa de
las ciudades en Feria, última conquista maña por tierras de la
vieja Europa. Desde las entrañas de aquél Estadio Víctor Fernández
se dispone a poner nombre y apellidos a los elegidos para la gloria.
Y el bueno de Sergi, conocedor de que su ubicación no estará sobre
el verde o ni tan siquiera en el banquillo esperando una oportunidad,
aguarda impaciente. Víctor concluye y Sergi confirma sus
predicciones. Pero como su particular pasión por el fútbol y su
inabarcable optimismo no acaban vestidos de corto, tiene un plan. En
momentos como aquél en los que el futbolista se abandona a sus egos
cuando sabe que no será protagonista él se pondrá a remar con
todos aquellos que habían ido hasta allí para conseguir el objetivo
común. Entiende que los futbolistas son los actores principales de
ese espectáculo pero que el corazón de este deporte pertenece a los
aficionados y sabe que allí fuera 17000 aragoneses están empezando
a ocupar los asientos del fondo Boulogne para dejarse la vida durante
las dos próximas horas. Y lo tiene decidido. Si no puede ayudar
desde abajo lo hará entre ellos. Que nadie le espere en ninguna zona
reservada para jugadores no convocados. No necesita de atenciones ni
agasajos. Él esa noche la quiere vivir entre el aragonés de los
1000 kilómetros a las espaldas, con el de la garganta rota y la cara
pintada de azul y blanco, con el de Andorra, Daroca o la locura de
los Ligallo. Arenga a sus compañeros y abandona aquél vestuario.
Sortea varias líneas de seguridad y megáfono en mano se instala en
el fondo que aquella Armada Invencible ha preparado para hundir las
naves del pérfido inglés sobre aguas francesas. Todo lo que
aconteció a partir de ese momento se transmite ahora de padres a
hijos como algo simplemente irrepetible dentro de la sagrada historia
del Real Zaragoza. Una batalla cuerpo a cuerpo a 120 minutos. Nayim y
la parábola de todos los tiempos sacada del libro de los golpeos
imposibles al que solo los elegidos tienen acceso. No quedaba tiempo
para nada más. Los penaltis esperaban. El inglés del bigote
desplomándose impotente dentro de aquella portería. Las
inconsolables lágrimas de Gustavo. La soledad de Cáceres frente a
aquellos 17000 ofreciendo la Recopa colgado desde lo alto de aquel
larguero. Y la estampa de ese futbolista en la grada, megáfono en
mano, con alma de barra brava, apasionado de la vida y enamorado del
fútbol en toda su extensión animando a sus propios compañeros
Hoy
aquella gesta que nos hizo grandes de Europa cumple veinticinco años.
Desde las cavernas de la división de plata el club ha visto como el
fútbol ha cambiado de velocidad y le ha pillado con el paso
cambiado, reconstruyendo la casa en ruinas que una infame gestión
dejó como herencia. Rehaciendo los cimientos cada verano para ver si
ese año toca. Si algo ha quedado claro en todo este tiempo es que la
masa social del Real Zaragoza es su principal y más importante
activo. Y que la unión del vestuario con la grada es una de las
llaves del éxito. Aquella noche en París, Sergi lo tenía claro.
Cuando afición y equipo van de la mano son imparables. Y él sólo
entendía el fútbol desde esa identificación. Justo el año que la
Recopa de París cumple un cuarto de siglo y aunque la situación
dista mucho de ser la misma, el Real Zaragoza camina lanzado hacia la
Primera División y la comunión entre equipo y grada guarda
estrechas similitudes con la que Sergi demostró aquella noche en
París. El pesimismo se ha echado a un lado y tanto la gente de la
casa como los que como Sergi han venido de fuera, están plenamente
identificados con la ciudad y su afición. El destino ha querido que
varios integrantes de aquél equipo de leyenda formen parte del
actual club. Belsué sigue gobernando su banda derecha ahora varios
metros hacia afuera y con un brazalete de Delegado atado a su brazo.
Loreto, entonces a la sombra de Esnaider es ahora el fiel escudero de
Víctor Fernández, el mismo capitán de barco que nos hizo
campeones. Ese que hace muy poco, cuando todo se teñía de negro,
dejó su reputación en un cajón y se tiró de cabeza a una piscina
con cuatro dedos de agua en la que se ahogaba el equipo de su vida.
Hastiado por las lesiones, Sergi abandonó el fútbol un año después
de aquél éxito en París. Vivió varios años en Argentina y dicen
que se dejaba ver a menudo detrás de alguna portería bancando a
algún equipo local de la zona. Nos dejó muy joven, con apenas 39
años, cuando el tren de la vida se lo llevó por delante en
Noviembre de 2006 en su Granollers natal. Ahora estaría orgulloso de
ver cómo funcionan las cosas. Si siguiera entre nosotros seguro que
se pasaría de vez en cuando por la vieja Romareda y sería el alma
de la joven grada de animación. Sin camiseta, enarbolando una enorme
bandera zaragocista o arengando a las masas con su viejo megáfono hasta el ascenso final.
En ese fondo donde muchos ni habían nacido cuando todo un campeón
de la Recopa entendió que su sitio en aquella final del 95 estaba entre
la gente que se cae y se levanta con su equipo. La que sin su presencia nada de eso podría suceder y lo vive con apasionada desmesura. Sin esa pasión, Sergi jamás encontró otra forma de dar sentido al fútbol y a su propia vida